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El cine

  • Publicado el

    17 de agosto de 2014

El cine fue para los espectadores de la posguerra una inmensa ventana que ampliaba el horizonte, mostraba otras vidas, otros lugares posibles y llenaba de emociones que hacían desaparecer el color gris cotidiano, aunque tan sólo fuera una vez por semana: los domingos;

Prepararse para ir al cine suponía todo un ritual: había que elegir película (una sesión continua de dos o tres proyecciones o ese estreno tan esperado), quedar con los amigos a una hora, temprana a ser posible para “coger buen sitio”, y comprar un cucurucho de pipas y por último llegaba el maravilloso momento en el que penetrábamos en la medio penumbra del patio de butacas con sus sillones de madera tan incómodos y cómo no, ese insoportable olor a zotal! , un desinfectante que ahuyentaba al insecto o parásito más provocador, también estaba la figura del acomodador que con su linterna, a través de los pasillos a oscuras nos conducía a los asientos libres, mientras aparecía en pantalla el implacable NO-DO, y qué recuerdos con aquellos programas de mano que nos daban a la entrada al cine con una imagen del cartel de la próxima película por un lado y un pequeño resumen del argumento por otro, tanto los programas como los carteles tenían mucha importancia, ya que en esta época no había medios de comunicación audiovisuales y la decisión final de entrar en el cine estaba motivada por estos dos elementos y la recomendación de otras personas.

Mientras duraba la proyección, se vivían unos momentos de maravillosos sueños que volvían a la cruda realidad cuando aparecía la palabra “FIN” en la pantalla. Los espectadores estaban inmersos en la escena de la película de “Casa Blanca” o en “el Halcón Maltés”, lejos quedaban los vestidos de Lauren Bacall, Verónica Lake, el atractivo perfil de Gregory Peck con el que la que la mayoría de chicas soñaban cuando volvían a casa, o las exuberantes siluetas de Kim Novack o Rita Hayworth con las que se encontraban los muchachos en sus sueños.
Las comedias americanas eran muy divertidas e intrascendentes, donde no había frases lapidarias y el amor era uno de los temas principales en contra de las películas españolas de producción nacional que estaban llenas de caras varoniles, gitanas de peineta y mantón, en definitiva, era la tradición española la que dominada en el cine.

Los cines de posguerra eran lugares lúgubres donde los novios perdían los brazos y donde los ojos censores, que todo lo querían ver, se volvían tuertos gracias a la oscuridad que precisa la proyección en público. Ir al cine, entre otras actividades, formó parte de la crónica sentimental de estas generaciones y cómo se convirtió en el “refugio ideal de los novios y lugar respetable”. Había una bonita rima que bien podría resumir el sentir popular que se tenía alrededor de este sitio:

“Mi novio me lleva al cine
Y me lleva a gallinero
Y me mete por detrás,
Así no nos ve el portero”.

Para todos nosotros, el cine sigue siendo el material con que se tejen los sueños. Suponía una carga de sueño e ilusión frente a la realidad de cada día que, vista hoy, puede parecer risible pero entonces era muy dura y divertido, sí, porque el pasado visto con sentido crítico se convierte en comedia aunque aquello fuese un drama.
 


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